Actualizada el Miércoles, 28 Agosto, 2013 14:12
   

 

Los restos de Lorca

Siguiendo el rastro ensangrentado de los “Camborios”, malamente leído por un maestro de escuela, descubrí a Federico García Lorca. A mis catorce años, con los registros de la emoción a flor de piel, aquello de “cuando las estrellas clavan rejones al agua gris” era de tan alucinante belleza, que tomé la decisión inadecuada para el resto de mi vida : yo sería poeta. Sería aquello que había sido y por lo que habían asesinado a Federico, para intentar escribir algo parecido a lo tan irrepetible y tan hermoso de “cuando los erales sueñan verónicas de alhelí”. Esa es la verdad : yo decidí dedicarme a la ingrata vocación de la poesía por los “Camborios”, gitanos de “verde luna” ( pero ¿ cómo podía ser verde la luna ? ) que andaban “despacio y garboso” por los arrabales de mi conciencia adolescente. La noche de aquel día en el que yo descubrí a Federico fue una de las noches más hermosas de mi vida. La poesía, tal un vértigo incendiado de metáforas, había entrado en la carne de mis sueños como los cuchillos de aquella reyerta de los Camborios. En la vigilia de aquella noche tan importante para mi existencia decidí, también, que toda la poesía que conocía por los libros era, simplemente, material de derribo frente al material sensible y delicado de un poeta que al escribir “verde que te quiero verde” me estaba introduciendo en la música de lo maravilloso irrepetible.

Hasta mucho tiempo después no pude tener ante mis ojos los primeros libros de Federico, que circulaban clandestinamente entre los estudiantes arriesgados gracias a aquellas ediciones de Losada que nos venían de más allá del mar como si nos vinieran de la tramontana celeste de los sueños. Sumergido en las páginas del “Romancero gitano” y de “Poeta en Nueva York” viví la transparencia de sentirme lorquiano a mi manera, como casi todos los jóvenes poetas de aquellos inolvidables años. Ejercicios de estilo sumamente complejos fueron aquellos de intentar parecerse a quien había desbordado, con la transgresión de sus metáforas, toda la poesía de su tiempo y del nuestro. Influencia que un día tuvimos que abandonar para ser alguien con un estilo propio, sin que por ello disminuyese jamás el respeto y la admiración por un poeta como Federico.

Me gustaría explicar algunas cosas, como aquellas que explicó Neruda al preguntarle a Federico ausente : “ ¿ dónde estarán las lilas y la metafísica cubierta de palomas ?”. Explicar, por ejemplo, que en junio, año 1.976, fuí a Granada, en compañía otros poetas de Córdoba, al primer homenaje a Federico en libertad vigilada, con lágrimas en el barranco de Viznar y versos de Blas de Otero y Gabriel Celaya bajo el día de aquel cielo tan azul de Granada. Y la tristeza de la voz corrompida de Lola Gaos en el Hospital Real leyendo, junto a Aurora Bautista, los luminosos versos del poeta. Aquel día fue una nueva toma de Granada, la reivindicación de la poesía como forma del tiempo entre las metralletas de los “grises” y las tanquetas militares (dolía ver como, después de tantos años, el espíritu de Federico inmortal seguía siendo considerado peligroso ). Y la merienda en Fuente Vaqueros con la casa natal de Federico encendida de flores y poemas junto a las mismas metralletas amenazadoras. Las balas y las flores y los poemas conviviendo en una reyerta silenciosa como profundas materias agregadas y puras en el perfume de aquella tarde en la que fuimos a recordar a Federico.

Sus restos no aparecen. Ni en Alfacar ni en el barranco de Víznar. Manolo Vicens dice que oyó contar a un individuo en Granada que el franquismo los sepultó bajo cemento para que no sirvieran de bandera política. Ian Gibson cree que descansan bajo un pino concreto de la repoblación forestal de aquellos parajes. A estas alturas no importa donde estén. La sepultura de un poeta es la luz en el tiempo de la inmortalidad de su palabra.

Carlos Rivera.




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