Actualizada el Domingo, 24 Noviembre, 2013 19:07
   

 

(Ver capítulo anterior)

EL CAMINO (y II)                       

Perico me reprochó la tardanza:
                        -¿Pasas o no?
                        -Un momento ¡hostia!, que me estoy peleando con la palanca que me quiere violar.
                        -Será más fácil si te bajas y das la vuelta al coche, digo yo -protestó..
                        -¿Que me baje? ¿Pero de qué estás hablando? Te conté que hace una semana me compré los zapatos esos de suela “abarquillá” porque me dolía la espalda, que me costaron doscientos cuarenta euros, y dice en la caja que te los cargas si se mojan y no los secas rápido. ¡Me presento en mi casa con los zapatos “enmierdaos” y me tengo que divorciar!
                        -Está bien ¡coño!, con los zapatos medicinales, pero pasa ya.



                        -Ya estoy.
                        -Mete primera y acelera, que esto no parece que esté “clavao” más de un “deo”-gritó.
                        -¿Entonces  por qué  nos hemos “empantanao”si no estamos “clavaos”?
                        -Porque es “grea” y eso se escurre más que el “copetín”.¡Huy, huy, huy, que me voy al suelo!-gritó Pedro.
                        -Será greda -corregí.
                        -Sera greda o será “grea”, lo que te salga “los güevos”, pero se sigue escurriendo igual. ¡Métele guasca!
                        -Ten “cuidao” que voy, a ver si te llenas de barro con las salpicaduras-advertí.
                        -¿Llenarme? ¿Más? Si tengo ya barro hasta en la muela del juicio.            
                       
                        Yo seguía las instrucciones y mientras el de fuera empujaba con toda su alma, yo aceleraba hasta las cinco mil vueltas. El vehículo no se movía y se oía el frustrante ruido de las ruedas resbalando sobre el piso. Perico desistió y se acercó a la puerta  del conductor.
                        -”Na”, que no hay “na” que hacer.
                        -¿Por qué no se mueve esto si es un cuatro por cuatro?- protesté.
                        -No es un cuatro por cuatro, es un cuatro por dos, éste es el modelo barato. Y no se menea porque el barro ha “embotao” los neumáticos  y los ha “dejao” sin dibujo, no agarran “na”.-puntualizó.
                        -Pero hemos ido bien ...¿ ahora nos vamos a quedar a ochenta metros de la salida?
                        -Claro, “padentro” las gomas  iban limpias, al volver se ha “perdío” el dibujo. Voy a intentar otra cosa – se animó.
                       


                        Se fue a la orilla del río y arrancó un montón de jaramagos y ramaje. Ayudándose con la linterna cogió varios puñados de yerba húmeda y se agachó delante y detrás del coche, restregándola contra cada una de las cuatro ruedas, en su afán por desprender algo del barro. Luego, con el resto de la vegetación que amontonó, hizo una cuidadosa cama vegetal a cada uno de los neumáticos, por delante y por detrás, cuando finalizó se dirigió hacia la parte delantera y me animó:
                        -Mete la marcha atrás un poco, a ver si engancha, que yo empujo.
                        Realicé la maniobra requerida y por un momento pareció que el coche quería salir del lodazal,pero no. Se movía unos centímetros para atrás o adelante, volviendo a caer inmediatamente en la acanaladura que el esfuerzo por sacarlo había producido sobre el terreno. Resolví llamar al servicio de bomberos, tal y como en muchas otras veces se había hecho cuando, por accidente o descuido, un coche policial había quedado en la misma estúpida tesitura. Desde el teléfono móvil de servicio marqué el número corporativo interior del Centro de Mando y Control de Policía...

                       -Policía Local, buenas noches, dígame...-respondió el interlocutor.
                       
                        Reconocí  la voz, distinguiéndolo de entre los tres que esa noche prestaban servicio en atención de llamadas. Lo instruí en voz baja, como temiendo que lo que iba a decir pudiera ser oído por los otros dos:
                        -Sergio, soy Balnero. Se me ha quedado el coche “atascao” en el barro de un caminillo. Se entra por el final de Av del Linneo, junto a la explanada de E.T.E.A. Una vez se han andado unos cien metros, o así, hay otro camino estrecho a la izquierda que tiene una cancela, lo coges y al final haces derecha. Llama a bomberos y diles que  allí los estamos esperando para que nos saquen.
                        -Jaaaaaa, jaaaaaaa. ¡Qué bueno! ¿Y dónde vais a estar si no podéis salir con el coche?-se mofó el telefonista con estridencia.
                       
                        Me cabreó y ya sin cuidar el tono de voz repliqué con aspereza:
                        -Estaré aquí o estaré donde me dé la gana, que ya están “das” “toas” las explicaciones que tienes que saber, así que llama al S.E.I.S y si no estoy yo ni mi compañero es porque estamos bañándonos un rato, pero que el coche seguirá ahí. ¡Ah! Y otra cosa: haz el favor de no hablar de esto por radiotransmisiones, si tienes que decirme algo me echas el teléfono. Así que déjate de cachondeo, que cuando tú dijiste que había unas molestias por una “hormiguera” que estaba “hormigando” en una obra, no nos reímos tanto.
                       
                        Finalicé la conversación abruptamente cuando le colgué.. Cinco minutos después se restableció la conexión entre los mismos dos , pero esta vez vía radiotransmisiones:
                        -TECO de CENTRAL.
                        Se me demudó la cara. Dirigiéndome a Perico dije:
                        -¡Será mamón! ¿Tendrá cojones de decirlo por aquí? Éste no es el que ha “hablao” conmigo antes.
                        Aguante en apnea sin contestar tres requerimientos más, por ver si me telefoneaban tal y como había ordenado:
                        -TECO de CENTRAL-una.
                        -TECO de CENTRAL.-dos.
                        -TECO de CENTRAL.-tres.
                        -Adelante para TECO -contesté finalmente encabronado.
                        -Ya se ha “avisao” a bomberos tal y como usted ha dispuesto, se dirigen hacia el lugar para sacarlo a usted del barrizal, dicen que tardan siete u ocho minutos.
                        -Muchas gracias CENTRAL, pero ya me explicará usted por qué no me ha “llamao” por teléfono tal y como he dicho a su compañero 9702.
                        -¡Ah! Yo no sabía nada, usted ha hablado con él y yo sólo he hecho la gestión con bomberos, así que se lo he dicho por aquí porque 9702 está en el lavabo. Disculpe.
                       
                        La disculpa sonó a falso. Al haber recibido la reprimenda por la carcajada el primer operador había orquestado todo, con los otros dos, para airear la desgracia. Encima ubicó el punto donde estábamos, porque al decir ocho minutos sólo habría que restarles los tres o cuatro que tardaría en activarse el servicio solicitado, por tanto, en un radio de otros tres minutos, más o menos, podrían encontrarnos, una sencilla deducción;encima los que estaban de vigilancia en la explanada podían decirles la dirección que llevábamos al principio.¡Vaya befa! Por suerte la noche, aunque tranquila, no dejaba de tener llamadas de requerimiento policial de poca importancia, con lo que todas las patrullas estaban ocupadas, de momento, y no podían dedicar su tiempo a la localización.
                       


                        Por fin vimos el camión del S.E.I.S con sus prioritarios accionados, pero iban por el camino paralelo al que estábamos y pasaron de largo. Ya daba igual, todo el mundo sabía el problema así que, vía radio, llamé nuevamente a CENTRAL para que a su vez comunicase al  S.E.I.S el error. Cuando las luces amarillo auto de emergencia se perdían en la distancia, el vehículo de bomberos dio la vuelta, así que dije:
                        -Pedro, haz el favor, llégate a la esquina del camino y llámalos que son capaces de volverse buscándonos otra vez hasta el Parque de Bomberos. Ya que he “llegao” hasta aquí sin mancharme los zapatos no me voy a bajar ahora.
                       
                        Perico se dirigió a donde le comenté, pero antes de llegar los bomberos encontraron el camino correcto. Llamé por radio a Pedro y le dije que cambiase el canal de transmisiones, para evitar que los demás agentes atasen cabos; aunque a buen seguro que ya estaban escaneando todas las mallas para dar con la correcta y enterarse. A unos setenta metros de donde estaba el coche, Pedro entabló diálogo con el cabo de bomberos. Al poco el camión de rescate se encaminó recta y lentamente hacia el de policía. En los tres cuartos de hora que llevábamos allí atascados la noche se había enfriado mucho, y la humedad y el vaho del río comenzaba a sentirse. No iba a durar mucho más el problema a la vista del refuerzo. Desde el confortable habitáculo yo iba recuperando un poco la autoestima.
                       
                        El camión anduvo unos treinta metros por el camino en sentido de encuentro; llegado un punto se detuvo y sin venir a cuento se escoró ligeramente a su derecha y permaneció inmóvil; los bomberos pululaban frenéticos alrededor y Perico también. Desde el interior del patrulla no se veía con claridad qué pasaba. Llamé a mi compañero por radio:
                        -15969 de TECO. Dígame qué ocurre.
                        -Problemas TECO, problemas.
                        -¿Problemas así en general o me informa usted de algo más?-contesté un poco mosca.
                        -El camión de bomberos es una “cabra” de las que usan “pa” los fuegos en el monte y la han traído llena de agua, así que tan pronto ha “entrao” en la zona resbaladiza se les ha ido a un “lao”, al otro, y al final  la rueda trasera derecha se ha metido en la cuneta. Están vaciando los dos o tres o cuatro mil litros que traían, y si el camino estaba “mojao” ahora está “pa” sembrar arroz. Aquí anda el personal, incentivándose exquisitamente “pa”ver cómo sacamos esto de la cuneta.
                        -Pero, ¿usted no ha ido hasta ahí para informarlos?
                        -Sí, de lo que me ha dado tiempo, aunque no me han hecho mucho caso cuando les he dicho que esto está blando. Me han contestado que no importaba, que la “cabra” sube hasta el Everest si hace falta.
                        -¡Dios mío!-exclamé.
                       
                        El trance ahora sí era peliagudo: rescatados y rescatadores empantanados en un camino de dos metros y medio de ancho, con los vehículos enfrentados y, por ende, sin posibilidad de esquivarse mutuamente. Los bomberos se movían nerviosos de aquí para allá, cargados con herramientas, cavando tierra de un sitio y echándola en otro. Desde el coche patrulla vi con pavor cómo sacaban el cable de acero del cabrestante del camión de bomberos, lo alargaron hasta un árbol de  tronco rollizo y tras dar una vuelta al mismo pusieron el gancho sobre el propio cable, a modo de lazada. Se trataba de buscar un punto fijo y recio, para que al accionar el motorcillo del cable coadyuvase con el propio del camión en su salida del embarrancamiento. Tras unos tirones del motorcillo y unos acelerones del camión pareció que por fin iba a salir; el humo del gasoil salía a bocanadas por el tubo vertical de escape, apurando al máximo la potencia de las marchas reductoras; el cabrestante crujía...No tardó mucho en desvanecerse la expectación, era demasiado el esfuerzo que se le pedía al árbol y al final el peso del camión, al resbalar para atrás, y el tirón del cabrestante acabaron por arrancarlo de raíz atrayéndolo violenta y peligrosamente hacia la tracción.
                       
                        Fue demasiado yo ya no podía aguantar más sentado, los nervios me comían. No mudé mi idea fija de no calzarme los zapatos nuevos, pero me apeé descalzo y me arremangué los pantalones hasta por encima de las rodillas. El suelo no ofrecía sujeción alguna para caminar descalzado; el piso estaba casi congelado, los nervios y el frío me hacían tiritar sin compasión. Al llegar al camión vi que las ruedas del camión habían convertido el camino en un auténtico despeñadero, las ruedas de un artefacto de veinte mil kilos habían desgarrado el piso reblandecido, macheteando múltiples zanjas de cincuenta centímetros de anchas por sesenta o setenta de profundidad. ¿Cómo iba a salir el coche de allí, si le iba a llegar el barro hasta los faros?
                        Al primer bombero que encontré le pregunté:
                        -¿Esto qué es, qué ha “pasao”?
                        -Pues “na”, aquí que se ha “atascao” el camión y hemos “preparao” un boquete como “pa” meter a dos muertos intentando sacarlo.
                        -¿Dónde está tu jefe? Quiero hablar con él -dije.
                        -Detrás del camión, a ver si da con la solución “pa” este “embolao”.
                       
                        Me fui en busca del mando de bomberos. Si a los dos minutos de bajarme el frío me mordía hasta las rodillas, un dolor intensísimo ya me alcanzaba las ingles y dificultaba el caminar. El terreno no sólo era resbaladizo, sino que al haber sido removido y regado por el camión  se había reblandecido, convirtiéndose en un fangal en el que se clavaban los pies. Los giros del cuerpo, para cambiar de dirección, hacían rechinar las articulaciones, provocándome punzadas de dolor. La tiritera no cesaba y los dientes restallaban. Cuando llegué a la altura del jefe del grupo de  bomberos, como pude y con tartamudez friolera, le pregunté acerca de la forma en que se iba a reparar el desaguisado; me dijo que ya había pedido auxilio al Parque de Bomberos y que vendrían unidades de apoyo inmediatamente. Al verme la cara de angustia me dijo:
                        -No te preocupes hombre, esto nos lo tomamos como unas prácticas no planificadas. Saldrán mejor o peor, pero no pasa “na”.
                        -¿Que no pasa “na”?-dije con tono de indignación- Ahora, a las siete de la mañana, antes de irme a dormir, llamo por teléfono al Jefe y le digo: “cucha”, que el coche nuevo de cinco kilos te lo he dejo ahí en un “fanguizal”. Tómatelo como unas prácticas nuestras y del S.E.I.S y no te preocupes mucho, si jodemos algo se lo llevas a los de Infraestructuras, verás qué risa les da”.
                        Añadí:
                        -Lo que tarde en decirle eso es lo que tarda en montar una guillotina en la puerta del cuartel. Si no decide quemarme en la hoguera mejor.
                       
                        Muy ofuscado regresé hasta el coche de policía, cogí el transmisor, cambié de malla y por la que usaban los policías de servicio llamé a una unidad, no importándome ya que supieran dónde estaban.
                        En estas un bombero se acercó hasta el coche y me dijo:
                        Compañero, ¿te importa que intente sacarlo yo? Es que la semana “pasá” estuvimos haciendo unas prácticas para estos casos. El tío que nos dio las clases dice que no hay coche que se resista si se hacen las cosas bien, era capaz de sacarlo de un arroyo y “to”
                        Lo miré con cara de incrédulo y derrotado le contesté:
                        -A ver, por intentarlo, pero ten “cuidao” con la tapicería que traes las botas “perdías”de barro
                        Se subió en el patrulla y aceleró desmesuradamente en primera, a la par que daba violentos volantazos hacia ambos lados, luego con la marcha atrás, después con no sé cuál, al final desistió alegando que aquello era muy difícil, que el coche no tenía fuerza. ¡Valiente deducción!

                        Enseguida se presentó la patrulla reclamada y les entregué la llave de mi taquilla a uno de los componentes, con instrucciones de que accedieran a ella y me trajesen las botas katiuskas, porque el dolor era insoportable y el barro me llegaba ya a la altura de las espinillas. Les advirtí severamente de que cualquier gesto de mofa, “choteo” y guasa no sería bienvenido, así que si sabían de algún patrullero más que quisiese aparecer por allí sin haber sido llamado, que le disuadiesen de que no era buena idea.
                        El regreso de los policías con las botas de agua fue simultáneo con la aparición de los vehículos de apoyo de bomberos, los despedí inmediatamente para evitar testificaciones no queridas.
                       
                        El refuerzo del S.E.I.S llegó en un vehículo ligero cuatro por cuatro y un camión similar al primero, pero de mayor tonelaje, que se ubicaron de la siguiente forma: el segundo camión, mucho más pesado, se situó fuera de la zona deslizante, con cuatro puntos de apoyo hidraúlicos accionados sobre el piso, extendió el cable de su cabrestante hasta el vehículo ligero, al que enganchó en la argolla trasera, colocándose este cuatro por cuatro en la parte donde el piso aún no estaba muy resbaladizo; a su vez alargó su cable hasta el primer camión, al que asió por detrás y éste estiró el suyo hasta enganchar al mío. El camión más cercano al coche de policía, tiraba de éste con el cable, acercándolo un metro o dos y luego lo soltaba,  lo que podía conseguir por su mayor peso, aunque las ruedas estuvieran empapadas de fango para los dos. El vehículo ligero tensaba su cable con respecto al camión embarrancado y entonces el segundo camión tiraba de los dos. Nuevo enganche al coche, nuevo tirón, nuevo desenganche... y así sucesivamente. Era tan poco el rozamiento de las ruedas contra la greda que incluso en punto muerto y empujando todos al coche de policía las ruedas no giraban, deslizaban, e igual las del primer camión, al que el barro llegaba a media rueda. Perico y yo mirábamos el coche con temor más que fundado, porque la rodada del camión provocaba que el barro le llegase al coche policial a la altura del “spoiler”; su arrastre conformaba una especie de ola de lodo que volteaba nuevamente hacia delante del coche.El ventilador del motor empezó a sonar como un concurso de jilgueros. Si el barro de las correas y ventilador se secaba mínimamente, el motor iba a necesitar algo más que un simple lavado.
                       


                        Tras múltiples tejemanejes, idas, venidas y sobresaltos uno tras otro los vehículos fueron alcanzando la zona de piso firme. Eran ya las seis menos cuarto de la mañana. Llevábamos cuatro horas en aquel malhadado camino y no había tiempo que perder. Agradecimos la  ayuda al cuerpo de bomberos y salimos del camino a tanta velocidad como pudimos. Al llegar a la puerta del cuartel me bajé y dije a Perico que se fuese, tal y como habíamos hablado con anterioridad, a  dependencias de Parque y Talleres, a darle un “manguerazo” tan fuerte y profundo como pudiese a los bajos del coche, antes de que se secase todo. Pedro salió escupido en la dirección adecuada mientras que yo, antes de pisar el interior de la Jefatura, me quité las katiuskas y otra vez descalzo y con los pantalones aún ridículamente subidos me fui al vestuario. Cogí una espátula de las limpiadoras y raspé cinco kilos de barro de cada una de las botas, más otros tantos del resto del uniforme. Con lo que saltaba se puso todo perdido, pero al menos “lo gordo” fue al wáter. Luego  me cambié, ya estaba próxima la hora de salida, y vestido de paisano esperé al relevo a quien concisamente y sin entrar mucho en detalle expliqué la empresa. Le exhorté a que si oía, cuando Pedro regresase con el coche, algún “ruidillo” raro en el motor, que no perseverase en conducirlo antes de que lo vieran los mecánicos, porque igual le podían haber quedado unas motillas de polvo en la transmisión o correas. Me fui.
                       
                        Junto al reloj de picar la salida coincidimos Perico y yo. Lo llamé en un aparte y acordamos irnos con el secreto a la tumba, o por lo menos con la parte del mismo que no era todavía de dominio público, al no haber  sido trasladada por las ondas.
                       
                        Hoy, varios años después del desaguisado, y ya olvidado parcialmente el “sofocón”, que al fin fue menor porque el coche no sufrió daños, antes de contarlo, hemos mantenido una pequeña charla en la que decidimos revocar nuestro compromiso iniciático...el resultado de haber aventado el suceso sólo el tiempo lo dirá, pero aviso de que si el pitorreo del personal llega a límites insoportables, sin tener en cuenta la complejidad de esta profesión, se perderán otros capítulos de los muchos que en este trabajo se dan. Eso si en mi enfado no llego a contar los que han sufrido otros colegas y que, ladinamente, tratan de ocultar.

Juan Rodríguez Bancalero                
                                               

 

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